◢ Alú Rochya
Nunca como hoy la humanidad ha necesitado tanto de escuchar, de escucharse, de dialogar verdaderamente con el otro para reconocerlo y saberlo diferente. Para hacer de esa diferencia una fuente de aguas diversas que enriquezca nuestro afluente y confluir con ese otro en un cauce común, en un devenir donde descubramos señales sabias para construir nuevos órdenes, en respuesta a los interrogantes e incertidumbres del actual caos global.
La pandemia del Covid-19 ha puesto en evidencia la crisis estructural del sistema materialista dominante. Las cosas no funcionan más del modo que lo venían haciendo, ni siquiera para aquel puñado de privilegiados que, a contramano del empobrecimiento pandémico, han multiplicado sus fortunas, pues un mal día pueden asistir, atónitos, a un zarpazo inesperado que resta de sus cuentas miles de millones de dólares y pone en jaque la existencia misma de sus empresas, como ha acontecido con Facebook, Tesla y otras. Todo lo sólido se desvanece en el aire.
El virus y su amenaza letal nos ha igualado a nobles y plebeyos en el pavor, la ignorancia, la incomprensión y la incertidumbre. El juego ha recomenzado con nuevas cartas y la mayoría de la humanidad no tiene claro hacia dónde vamos, ni siquiera adónde queremos ir. Y aquí surge un problema grave porque ir no podemos ir a ninguna parte solos, tenemos que hacerlo con los otros.
Y para saber qué quieren esos otros y unirnos en la voluntad del todos a una, debemos dialogar y, sobretodo, escuchar. Y es aquí donde hemos encontrado los oídos sordos de grietas varias, un obstáculo cultural y espiritual que arrastra la actual civilización de la competencia y la confrontación donde el otro, en vez de ser una oportunidad favorable, es siempre un peligro, un enemigo en potencia.
Todo el mundo habla, habla, habla. Pocos aprecian el silencio, ese espacio vacío donde puede penetrar algo diferente al discurso del que habla. Detentores del verbo, como magnífica herramienta civilizatoria, hablamos. Pero ¿nos escuchamos?
Pregúntate. ¿Realmente escuchamos? ¿Escuchamos al otro, lo otro, lo diferente a lo nuestro? Puede ser un familiar, un amigo, un colega, un gobernante, un gobernado, otro actor político, otro país, el amor de mi vida, hasta el mismo enemigo... Lo oímos, sí, puede que lo oigamos, pero ¿lo escuchamos? Porque, se sabe, oir y escuchar no es lo mismo.
Oir es un acto prácticamente involuntario, que responde a una función fisiológica. Cuando oímos, recibimos ondas sonoras y percibimos los sonidos, captamos las palabras y hasta decodificamos los símbolos lingüísticos. Oímos, hacemos uso de nuestro sentido de la audición. Pero al oir no prestamos demasiada atención. Recogemos el discurso pero no aprehendemos los mensajes. Oimos lo que se dice pero no lo que se quiere decir y, mucho menos, lo que se siente.
Escuchar es otra cosa. Es una recepción fina, oir pero en particular, prestando atención; es decodificar el contenido, interpretar el mensaje, captar lo esencial. Oir es como aprender una música “de oído”, escuchar es saber leer toda la partitura, con todos sus detalles. Escuchar es abrir todos los canales para que el otro, lo otro, llegue hasta nosotros. Y para que lo que nos llegue sea exactamente lo que es. No lo que nos imaginamos, lo que suponemos, lo que nos parece, sino lo que es. La diferencia es absoluta. Oímos con el oído y escuchamos con el alma.
El maestro espiritual Osho destacaba al masaje como un arte sutil y una de las mejores terapias actuales porque, decía, era un acto de amor. Y hacía notar un dato cruel: "El masaje es necesario en el mundo porque el amor ha desaparecido. Con el tiempo hemos olvidado dónde tocar, cómo tocar, cuán profundamente tocar".
Otro maestro, más viejo y más clásico, se admiraba de que en los tiempos actuales las personas recurrieran a la escucha de un psicólogo, aunque éste fuera un extraño, para poder exteriorizar lo que los amigos no se disponían a escuchar. En este caso, podríamos parafrasear a Osho y decir que el psicólogo hoy es necesario porque el arte sutil de escuchar ha desaparecido.
"Saber escuchar es el mejor remedio contra la soledad, la locuacidad y la laringitis" -William George Ward-
En la mesa de un café, alguien con postura de derrota se confiesa a un amigo:
-Y sabes una cosa?... ando con ganas de morirme...
El amigo responde de inmediato, casi interrumpiendo:
-Pero déjate de joder, qué es eso?, no hables pavadas. A mí también ya me aconteció algo así, ya se te va a pasar, deja de pensar en eso, son momentos, estados de ánimo, ya pasa, ya pasa...
Con escenografías y temáticas diversas, esa es una escena habitual. En este caso puntual hay un tipo enfrente nuestro que dice no tener más ganas de seguir viviendo. Puede ser una metáfora exagerada pero el sólo enunciado ya es grave. ¿Qué le sucede a ese hombre? ¿Está cansado de la vida? ¿Acaba de sufrir un desengaño? ¿Viene sobrellevando alguna enfermedad terminal? ¿Anda padeciendo una profunda depresión? ¿Es posible que haya enloquecido?
Las preguntas básicas, casi obligatorias, el interrogante mínimo respecto de lo que siente y piensa ese hombre (qué te pasa? por qué? contame, te escucho...) quedan silenciadas por las palabras del interlocutor, que expresan lo que siente y piensa él, el que supuestamente debería escuchar con su alma al alma del amigo. ¿Por qué no lo escucha?
En la mayoría de las ocasiones no nos escuchamos. La mayor parte del tiempo no nos comunicamos, sólo tomamos turnos para hablar. Habla este, después aquel, ahí sigo yo... y así. Cada uno desembucha lo suyo pero nadie recepta lo del otro, nadie sigue el hilo del otro, el rollo del otro, apenas desenrolla su propio hilo sobre el tema o, incluso, hasta cambia de tema.
¿Y porque acontece tamaña asimetría? ¿Será que escuchamos con nuestros propios temores, con nuestras ansiedades, nuestras ambiciones y deseos? ¿Será que escuchamos con nuestras proyecciones y así le ponemos una pantalla, un filtro, a lo que nos llega? Siendo así, resultará imposible receptar lo que viene del otro, lo que nos llega desde fuera de nosotros. Antes de que el otro concluya su enunciado, nosotros ya tenemos juicio y sentencia sobre el punto. Y terminamos escuchándonos a nosotros mismos, lo que tenemos adentro. Lo otro, lo que viene de afuera apenas actúa como un disparador. Sin saber lo que el otro nos quiere comunicar no puede haber verdadera comunicación y así, el contacto con el otro simplemente no existe.
Cuando un perro nos ladra, lo primero que sentimos es la amenaza de un perro que quiere atacarnos, cuando en realidad y en la mayoría de las veces los perros ladran por miedo a ser atacados y esperan espantar el peligro posando de feroces, a los gritos. Sin embargo, solemos ser nosotros los que caemos en el miedo que nos impone el miedoso choco sin escuhar el miedo que tiene él. Sí, en general "escuchamos" lo que queremos.
Del otro lado, del lado del otro, también se sufre la frustración del encuentro. No ser escuchados, recibidos, receptados nos deja, con todo lo que somos y tenemos, tanto mental como espiritualmente, en la más absoluta de las soledades, horrorosamente aislados de la experiencia del mundo; no hay intercambio.
El no escuchar es la otra cara de esa moneda. Como tenemos ideas preconcebidas, puntos de vista personales, cuando nos disponemos a “escuchar” sólo lo hacemos para confirmar esas ideas. En general no queremos escuchar otra cosa. Y esa conducta nos recluye en una torre, prisioneros de nosotros mismos, secuestrados en un autismo esterilizante, frustrando toda y cualquier evolución personal. Negándonos a la conciencia del todo (nosotros + los otros + todo lo demás) terminamos parciales, incompletos, infelices.
El rasgo comportamental más notorio de la sociedad humana es el miedo. En algún momento de la historia algún miembro de la casta dominante advirtió que los seres humanos perdían su poder cuando eran ganados por el miedo. Desde entonces, el miedo se convirtió en el instrumento clave de todo ejercicio de sometimiento. Y a partir de ahí el ser humano tiene miedo hasta de su propia sombra.
El no escuchar al otro, el cerrar el canal de percepción de lo que el otro nos informa es parte de un ejercicio de defensa. Un ejercicio un tanto estúpido pues la defensa no es real sino imaginaria. Supone la pobre mujer, el pobre hombre, que si escucha una cosa diferente a su esquemita de pensamiento la estructura que sostiene sus creencias podrá agrietarse, fracturarse en un punto, justo ahí donde puede colarse una duda. Y supone que la duda la/lo debilita cuando, en verdad, la duda le abre una puerta a un nuevo conocimiento cuya adquisición la/lo hace más fuerte, la/lo empodera.
Por la misma causa, cuando tiene necesidad de ser escuchado desconfía de los amigos, prefiere un psicológo, un extraño que guarde su secreto, ese secreto guardado como defensa de un mundo hostil, ante el cual debe esconder sus fortalezas y sus debilidades. Supone el hombre que si reúne a sus amigos para comunicarles que a partir de ahora ya no quiere continuar viviendo como un hombre sino una mujer (trans), corre el riesgo de que sus amigos no comprendan tal radicalización, que se pongan en su contra y hasta dejen de ser amigos. De tal modo, la persona supone que perderá su cadena de apoyos y quedará a merced del mundo hostil. Y no está errada.
De ese modo se esteriliza todo proceso de aprendizaje y cura del alma, pues eso sólo acontece en el intercambio de las experiencias y conocimientos, para lo cual es imprescindible que los seres se escuchen entre sí.
"Y en um mundo donde hay demasiado ruido y no hay suficiente señal, escuchar es crítico" - Peter Shankman-
El sonido es un lenguaje, un medio para comunicar algo; no es ese algo. Las palabras y los demás sonidos traducen algo que acontece; son otra cosa, no la palabra en sí, ni el sonido en sí. El relámpago no es el trueno; el relámpago lo anuncia, avisa que ha llegado que ya está aquí, pero no es el trueno. Por la diferencia que existe entre la velocidad de la luz y la del sonido, el trueno llega después.
El llanto de un bebé no es el hambre del bebé sino el modo que usa el bebé para pedir una teta. El suspiro de una enamorada no es el sentimiento de embriaguez del amor inaugurado, es la sutil reflexión acerca del carácter maravilloso y nutritivo de ese sentimiento divino. Si una pena nos atraviesa y el amigo nos dice “sé fuerte, no te caigas” no está pidiéndonos que conservemos la vertical sino que mantengamos elevado el ánimo. El rumor del agua que corre en la noche quieta no es el agua, es el rumor; y sin embargo solemos decir “escuchá el agua...”. Y si el rumor es un apenas un ronroneo, el agua nos dice que viene poca, que llega escasa, que la cuidemos. Si, en cambio, el rumor va subiendo en su alboroto, el agua dice que se viene mucha, a raudales, que viene una creciente, qe nos cuidemos. Por ahí va la cosa, por escuchar lo que es, lo que dice el agua no apenas la forma de su anuncio.
Las palabras en sí mismas, no dicen demasiado. Solas, sueltas, hasta confunden. Cada palabra viene con su hora, con su tono, su sentimiento, su energía particular. La palabra mamá puede querer decir muchas cosas diferentes y hasta contrapuestas. Amor, abrigo, cuidado, alimento, mimos, comprensión, ternura, paciencia. Pero también, a depender de la persona mamá, puede querer decir abandono, desamparo, frialdad, furia, amenaza, castigo, crueldad, desamor. La palabra mamá, así, sola, dice poco.Todo va a depender de quien la pronuncie, cómo, cuándo, dónde, en qué contexto, con qué evocaciones personales, con qué carga de experiencia, más positiva, más negativa, tal vez neutra. Y también va a depender de quien la oiga, pues para este receptor el vocablo tiene otro significado personal que no debe distorsionar el significado del emisor. Y para eso hay que pasar de oir la palabra a escucharla bien. Ponerse en el lugar del otro, para captar la palabra y descifrar el alma del otro, la mamá del otro.
El punto es escuchar, ver lo que está detrás de las palabras, detrás de los sonidos. Y eso tiene que ver con el silencio que le brindamos a nuestro interlocutor pero sobre todo al silencio al que nos entregamos nosotros, limpiando el canal de cualquier ruido, para que el mensaje nos llegue íntegro. Escuchar de cero. Teniendo en cuenta que nada de lo que nos diga el otro será igual a algo nuestro. El otro es un ejemplar único en el universo. Como yo, inigualable, aunque no parezca. El otro y yo podemos ser hinchas del mismo equipo, practicar la misma religión, gustar de la misma comida, soñar con el mismo sueño pero hinchamos, practicamos, gustamos y soñamos de manera diferente, diversa. Todo lo que el otro me diga puede parecerse pero, en el fondo, nada será igual. Escucharlo, en silencio, vale la pena.
Por eso,el ejercicio primero es liberarse de cualquier obligación de imputar datos y, en cambio, recibir el fluir de esos datos, la energía de esos datos que nos revelará el mensaje. Liberarse de cualquier interés personal porque ese interés nos hará escuchar lo que deseamos y no la verdad. Una vez que tengamos la verdad –nos guste o no esa verdad- podremos evaluar cómo calza con nuestro interés. Aunque a veces, como dice el poeta, saber la verdad sea como restregarse con arena el paladar. Pero si no accedemos a la verdad, nuestras acciones posteriores serán erradas pues estarán pisando en falso. Conocer la verdad libera nuestras potencias, nos hace potentes, nos empodera, porque nos brinda un abanico de posibilidades. Para conocer la verdad es indeludible escuchar verdaderamente todo...
"Los amigos son esas personas raras que preguntan cómo estamos y luego esperan para escuchar la respuesta" -Ed Cunningham-
La vida está aconteciendo en un momento raro del mundo. Todo está confundido, mezclado, contaminado, pleno de contradiciones. Hay algo viejo que se está muriendo y, a la vez, algo nuevo que comienza a nacer. Podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que es um momento de pasaje de una era para otra. Y ahí está esa convulsión toda, donde todo aparece mezclado. Desaparecieron todas las certezas. En un momento como éste se torna imperioso decodificar qué está pasando para intentar comprender de qué va la cosa. Y para lograr comprender hay que saber escuchar. Pues hay muchas más estrellas de las que podemos ver.
Los tiempos están corriendo raudos, produciendo transformaciones a una velocidad espantosa. Si no acompañamos los cambios cambiando también nosotros, la vida nos pasará por encima y un buen día nos descubriremos anclados en la nada. Escuchar es ver, sentir, percibir otras cosas diferentes a las nuestras. Si descubrimos cosas diferentes a las nuestras, descubriremos, con alegría, que el mundo es mucho más amplio y la vida muchísimo más rica. Y podremos ver que, aún en el medio del caos, nuestro camino puede ensancharse y nuestra vida enriquecerse. Podremos, en definitiva, transformarnos, misturando, combinando, sintetizando nuestra propia riqueza con la del resto, disponer de otras posibilidades. Y así acompañar la transformación de los días, danzando con ellos.
El escuchar es un arte. De gran belleza y comprensión. Y ese arte, básicamente, consiste simplemente en escuchar. Dejando de lado nuestros preconceptos. Escuchar con el corazón. Los que aprendieron a amar verdaderamente, de manera incondicional, saben escuchar. Porque están en contacto con lo que aman. Sin otro interés personal que el estar en contacto, escuchan sin condicionamientos, libremente. Y ese escuchar libre ilumina la verdad y la verdad nos ilumina.
¿Qué tal si la próxima vez que alguien nos diga algo probamos ensayar simplemente escucharlo? Sin ideas previas, sin pensamientos, sin la cabeza en otra cosa, abiertos, curiosos. Directamente en contacto con el otro, dejándonos llevar por el río verbal del otro, sin ofrecer resistencia, sin colocar barreras. Atento a lo que las palabras arrastran en su fondo. Si logramos ese contacto, sabremos si lo que el otro dice es verdadero o falso. Y, créase o no, así nos liberamos. Porque el puro acto de escuchar trae su propia libertad. La liberación que produce la verdad.
Escuchar lo que es tal cual es –nos guste o no-; escuchar la verdad libera. Aliviemos nuestra sordera y abramos de par en par nuestro corazón. Hagamos la prueba. Liberémonos. Al final de cuentas, todos tenemos derecho a ser libres. Y felices.✤
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